"Como grillo en la noche se ocultó en los trazos de sus manos, cual cuaderno quedó impregnado de líneas todo su ser"
Texto leído: "La Destrenzada."
Los Días del Fuego
Saga de los Confines
Liliana Bodoc
Nanahuatli ya se había alejado lo suficiente de la puerta de la
lechuza. Podía detenerse a sentir miedo y frío sin correr el riesgo de que un
brujo con hábitos de pájaro la oyera perder su ánimo de princesa. Se dejó caer
a los pies de un árbol y comenzó a sollozar bajito por si acaso el oído del
halcón estuviese más cerca que el halcón mismo.
La temporada de lluvias que cada año llegaba a los confines se
aproximaba. Y eso sencillo de notal aún para alguien que venía del país del
sol. El viento ya casi no cesaba de sacudir el bosque, pocas criaturas
recorrían los senderos, y no había frutos para alimentarse. Nanahuatli también
sabía que apenas comenzara la lluvia torrencial, las aguas para beber, que en
la buena estación eran tan abundantes, se pondrían borrosas e inservibles.
Muy distinto había sido su viaje desde el norte; porque entonces anduvo
por caminos soleados, siempre soñando que Thungür estaba cerca. Pero sobre todo,
pensó Nanahuatli a pesar suyo, porque entonces no tenía ningún sitio al cual
regresar. Atrás quedaba su ciudad dividida por la guerra, y el príncipe
Hoh-Quiú asesinado. Atrás, en el templo de las Vírgenes, las doncellas
consagradas se deshacían en sus lechos blancos. Ahora, en cambio, había lugares
donde la recibirían sin reproches. Kuy-Kuyen y los niños estarían alegres de
verla entrar en la casa de troncos y le harían un sitio junto al fuego. Pero su
orgullo de princesa era grande. Nanahuatli ajustó las tiras de sus sandalias, y
se irguió para seguir avanzando.
Tras un rato de andar contra el viento pensó que lo mejor sería buscar
un refugio donde pasar la noche. Al amanecer, cuando el sol colocara en su
sitio los cuatro costados de la tierra, ella comenzaría su marcha hacia el
norte lejano, el que quedaba después del pantanoso. El norte más allá del
desierto y más allá, según decían, de la mansa Lalafke.
Nanahuatli comenzó a buscar un
lugar a resguardo del viento si tenía suerte, hasta podría encontrar uno de
esos cobijos que solían hacer los cazadores para encender el fuego o dormitar.
Estaba a punto de acomodarse
junto al aún enorme tronco caído cuando un resplandor dorado que iluminaba el
bosque atrajo su atención.
La luz no era de fuego ni de la luna, y tampoco le estaba destinada.
Nanahuatli comprendió que esa luz no la buscaba ni la requería. Sin embargo
caminó hacia ella con la certeza de hallar a la Destrenzada.
“Puedo verla con nitidez porque
los ojos del hombre la iluminan” le había dicho el halcón. No era posible
que se tratara de otra luz.
Nanahuatli avanzó con sigilo, temiendo que la Destrenzada y su amado la
escucharan llegar y se escurrieran en el bosque. Menos que eso, bastaría con
que ese hombre cerrara los ojos para que ya no pudiese encontrarlos.
-¿Tanto la ama ese hombre que así brillan sus ojos? Nanahuatli tuvo que
andar bastante porque la luz estaba más lejos de lo que parecía. Mientras se
acercaba fue apretando su cautela: miraba antes de pisar, pisaba con la punta
de los pies y se cuidaba de las ramas. Finalmente Nanahuatli puso sus ojos en
un sitio del bosque que no era para ella, ni para ninguna otra criatura en ese
instante.
Desde su lugar podía ver al hombre. Sin conocerlo, supo de inmediato de
quien se trataba. Era Welenkín, el que tenía la belleza como primera virtud.
Varias veces Wilkilén le había contado sobre él; siempre repitiéndole
que la belleza del brujo de piel cobriza no era suya sino de la creación. Y
Nanahuatli vio que era verdad, porque en la belleza del brujo se mezclaban
todos los colores del otoño en el bosque. Sus ojos eran el sol estirado del
amanecer. Y en su cuerpo vivían los pumas que trepaban, en las noches limpias,
las laderas rocosas de las maduinas.
La Destrenzada caminaba hacia Welenkín sin vanidad ni vergüenza.
De pronto, sin más motivos que una sospecha que no alcanzó a tomar
forma, la Destrenzada giró un poco su cabeza. Pero enseguida apartó la
inquietud y avanzando. Aún así ese leve movimiento alcanzó para que Nanahuatli
la reconociera.
Al principio la princesa se negó a creerlo. Una y otra vez apretó los
ojos y volvió a abrirlos sólo para admitir, ya sin ninguna duda, que la
Destrenzada era quien era.
El dolor por lo que no tenía y el miedo de haberlo perdido para siempre
le hicieron creer a Nanahuatli que el brujo y la Destrenzada se burlaban de
ella. No entendió que escuchaba risas de amor. En cambio, creyó que los amantes
se reían de su pena. La princesa se alejó llorando lágrimas de color ámbar,
amargas y espesas como son lágrimas de furia.
Adentro de la luz, Welenkín y la Destrenzada eran un abrazo silencioso.
El brujo partía hacia las islas. Y la temporada de lluvia, que pronto
transformarían el bosque en una zona pantanosa y hostil, les impediría reunirse
por un largo tiempo.
La noche transcurrió sobre los dos cuerpos tendidos y serenos, tendidos
y cansados, y otra vez serenos.
-Traje esto- Dijo la Destrenzada entregándole a Welenkín una espina de
coral perforada en un extremo, y puesta en un cordel del seda.
El brujo la colgó de su cuello.
-Llega el amanecer, debes irte
-Si dormimos quizás no amanezca- respondió la joven. Y se ovilló junto
al cuerpo de Welenkín.
- Pero ya amanece.
El brujo de los ojos dorados escuchó las lágrimas que llegaban.
-Piensa en esto… - dijo-. Si el día presente quiere parecerse al día
pasado, el tiempo pasa lento y duele. Si el día presente quiere parecerse al
día futuro, el tiempo pasa lento y desasosiega. Si el día presente se parece al
día presente, el tiempo transcurre en su justa música y acompaña.
Poco después, la Destrenzada se alejó por un camino familiar.
Lo recorrió despacio y sin llorar. No quería que los pájaros la vieran
y fueran a contarle a Welenkín que su corazón no había comprendido aquello de
los días presentes y los días pasados y que, en cambio penaba por los días
futuros.
Después de mucho andar la Destrenzada llegó hasta la puerta de su
pequeña casa de madera. En el interior no se escuchaban ruidos. Eso significaba
que todos dormían aún, sin notar su ausencia.
Antes de entrar se trenzó con firmeza el cabello. Mientras lo hacía,
algo cambió en ella. La transformación apenas se percibía en su apariencia: un
poco menos redondeada, un poco más niña. Pero era grande el cambio de su alma.
Porque si en ese instante alguien le hubiese hablado de un puma y una
joven, Wilkilén se habría puesto a reír creyendo que era un juego.
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