El Taller

Fue el mes de julio del año 1976, en el Instituto Pedagógico de Caracas, tiempo y lugar en el que nació el Taller de Expresión Literaria Marco Antonio Martínez de la mano de José Vicente Abreu. Desde entonces, nos reunimos en las instalaciones del Instituto de Investigaciones Lingüisticas y Literarias Andrés Bello, no para enseñar a escribir sino a discutir el texto que a la mesa llega. No es fácil exponer en público la palabra que ha nacido desde la intimidad, pero cada viernes, desde que atravesamos las puertas del IVILLAB, el texto deja de ser nuestro. (Vanessa Hidalgo)

lunes, 2 de abril de 2012

1º mención especial

Edgar José Ferreira Arévalo - 1º mención especial

 

Ingeniero Civil de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), con más de 23 años apasionado por la escritura. Participó en el Taller Narrativo de Eduardo Liendo en la Fundación ICREA. Escritor de “la Vida Mientras Tanto y Otros Relatos” publicado por la Universidad Monteávila y premiado por la misma institución como “Autor Inédito Mención Narrativa” en el 2009. Frecuenta los textos de Vargas Llosa y García Márquez y considera que “más que la escritura, es un lector moribundo pues es éste u vicio que más que perjudicar, enriquece y lo convierte en el vicio más beneficioso”.



Querida suegra:
A decir verdad, no estoy seguro de llegar a entregarle esta carta algún día. Pero de igual forma me permito escribirla. Espero sepa comprenderme y la acepte con una mente abierta.
Que estas líneas sean, a un mismo tiempo, una confesión y una disculpa. Sé que no he sido el mejor de los yernos. Usted ya me conoce y sabe que no soy persona fácil. Pero seamos sinceros: usted tampoco lo es. Y por favor no tome a mal este comentario. Para usted el hecho de ser suegra es una verdadera vocación. Un trabajo de tiempo completo. Si no fuera suegra, no sería nada. Era su destino. Y como soy su único yerno, creo merecer algún crédito en relación a este logro. ¿Ya ve? No soy tan malo después de todo. Me debe una.
Sirvan estas palabras, doña Dolores, para hacer algunas confidencias. En verdad serían innumerables, pero creo que con un par de ellas se formará una idea de lo que quiero decirle.Para muestra un botón, como usted suele señalar siempre con su musical acento andaluz. Por ejemplo, no se imagina la cantidad de veces que usted y yo llegamos al mismo tiempo a mi edificio. Decenas de veces. Si no me vio, fue porque yo aceleré o retardé deliberadamente el paso, para que no coincidiéramos en el ascensor. Entienda que un apagón en mitad del trayecto habría sido una experiencia muy difícil. Una hora encerrado con la suegra en la oscuridad es casi una película de terror. No podía arriesgarme. Sólo Dios sabe qué situación habrían hallado los bomberos al forzar la apertura de las puertas.
En otra ocasión, usted entró a una tasca en Las Mercedes. Yo estaba con un grupo de compañeros de trabajo en una de las mesas del fondo, y usted comenzó a acercarse hacia nosotros. Pues le confieso que entré en pánico y me fugué hacia el baño de caballeros, huyendo del alcance de sus ojos de visión nocturna. Entiéndame: yo no habría encontrado cómo reaccionar y presentarla ante el grupo. Seguramente, presa de los nervios, tartamudeando, sudoroso, avergonzado, habría dicho algo así como: “Les presento a doña Dolores, mi novia”. En fin. Agradezcamos que nada de esto ocurriera.
Mención aparte merece el tema de los sobrenombres que le puse a lo largo de los años. Era algo inevitable. En un principio, cuando recién la conocí, la bauticé como “La bailaora”, en honor a su gentilicio y su carácter rabiosamente español. Además, convengamos en que usted es siempre el alma de las fiestas, y que es el único ser humano capaz de bailar un merengue de Billo en el estilo del más castizo tablao flamenco. Nadie más puede hacer dúo con Cheo García en “Apretaíto”, coreando “¡Ole…ole…!”. Le confieso que es tal la tortura que esto me genera que siempre desvío la mirada, como quien no quiere ver los restos de un accidente de tránsito. Luego la llamé “La Gorgona”, que, como sabe, según la mitología griega era una criatura parecida a un dragón, que tenía serpientes en lugar de cabello y que siempre llevaba la lengua afuera. No me negará que las dos se dan un aire de familia, en especial cuando usted se emperifolla para una boda. Pero no se me ofenda, suegra. Recuerde que nos estamos sincerando y que para mí sería más fácil guardar silencio. En fin. Ya quisiera yo que me tomaran por una criatura mitológica.
Porque, si terminamos de sincerarnos, doña Dolores, creo que –al final del día– todo lo que le he referido no fueron más que recursos para protegerme. Pues si corrí mil veces a fin no tropezarla en el ascensor, fue para no quedar indefenso y solitario ante sus expresiones de cariño. No es común que la suegra lo llame a uno “Mi churry bello”. No. Definitivamente a la suegra que llame al yerno de esa manera deberían darle de baja. Y si huí como si hubiera visto al demonio en la tasca de Las Mercedes, fue para no pasar por el trance de que usted me apurruñara con efusión de madre delante de mis amigos, quienes hubieran tenido en tal caso motivos de burla hasta el próximo siglo. Se supone que las suegras no abrazan con tanto cariño a aquél que raptó a su hija. Y si la llamé secretamente Bailaora o Gorgona, fue como parte de un complejo sistema de defensa. Pero parece que el afecto siempre se cuela por los resquicios que sin querer dejamos en las miles de murallas que vamos levantando a lo largo de la vida. Usted sabe lo que quiero decir, pues inevitablemente ha logrado desarmar esa armadura blindada con la que siempre me visto antes de enfrentarla.
Así, como le decía en un principio, sirvan estas cuartillas como una confesión y una disculpa. Pero también como un agradecimiento. Gracias, doña Dolores, por haber traído al mundo a la mujer que amo. No se imagina cuánto de usted tiene ella. Como esa forma única de llegar a cualquier lugar y, sin proponérselo, pintarlo con una nueva luz y refrescarlo con un nuevo aire. O esa manera de servir un café mañanero, en una taza que –en las manos suyas o las de ella– se convierte en un cáliz humeante y alegre. O esa mirada húmeda y profunda, que lo sabe todo, y a la que es imposible ocultar nada. Porque, si escogí a su hija como compañera de vida, en buena medida fue por lo que usted hizo de ella durante todos esos años en los que yo no estuve. Esa rosa perfecta e imperfecta que comparte mi cama tiene demasiado de usted.
De modo que le propongo un trato. Yo prometo ser un poco más cercano y menos arisco de ahora en adelante. Pero a cambio de esto le pido un favor. Si alguna vez nos encontramos en la panadería del centro comercial, no grite de nuevo, como la última vez: “¡Pero si aquí está mi yerno pechocho!”. Entienda, doña Dolores: yerno, pechocho, panadería, suegra. No sé. Suena un poco extraño, si usted me entiende. Salvo por esto, le doy una segunda bienvenida a mi vida y, si llego a entregarle esta carta, me permito confesarle… que la quiero mucho.


Su yerno (Autor: Oceánico)

 

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