Flaco
Es tan patético lo que voy a escribir:
tengo dos horas sin verte y ya te extraño. Me declaro víctima
irremediable e impotente de este apego, de la obsesión sin medida y de
la desesperación de nuestra ruptura. Pero sí chico, tú, eres peor que
las drogas.
Quince años tirados a la basura.
Maldigo el día en que te conocí. Fue en
la universidad, frecuentabas mi círculo de amigos y yo, la gorda, entre
tímida y acomplejada feliz, la que mendiga cariño y busca aceptación,
puse mis ojos en ti, tan sencillo y menudito, tan simpático y accesible,
tan blanquito y tan flaquito vale. Por ti me hice valiente, le dije a
mi mejor amiga: Anita, píchame al flaco. Ana me lo advirtió: Ustedes, no
hacen pareja gorda, te va a joder, pero bueno allá tú. No pasaron cinco
minutos, cuando regaladísimo, ya me estampabas el primer beso. El susto
inicial de aquel piquito ardiente bastó para hacerme rodar febril e
inocentemente enamorada. Hasta rebajé unos kilos solo por ti (y que
nadie dijera allá-va-un-diez), aunque para ser objetivos ya no me
provocaba comer, tú me llenabas y me enloquecías, mucho más que la
Nutella. No era lo chiquito y flaco para lo fogoso y sexy. No te pelabas
una rumba con tus amigos borrachos y las malas juntas, yo no tenía
tanta libertad. Comenzamos a escondidas, mis padres no te iban a querer,
no con tu picardía, tus malas mañas, tus escasos modales y tu perfume
barato. Pero quien más podría pasar la noche entera sin soltarme la mano
mientras yo comía libros y quedarse después de la pasión mimándome y
dándome más calor. Los otros, simplemente se daban la vuelta o se iban.
Primero muerta que dejarte, tú sí me querías flaco, con celulitis,
revolveras y hasta con mi mal aliento matutino. Por eso mis padres y
todos los demás tuvieron que soportar a esta pareja dispareja por tanto
tiempo.
Paulatinamente la pasión juvenil se
convirtió en una rutina compulsiva y asfixiante. Te volviste celoso y
posesivo, tu maltrato se hizo evidente, tortura y tormento de mis
mejores años. Todos lo notaban, pero yo ahí, firme, más terca que gorda.
Tus males se acaban cuando dejes al flaco, te absorbe, te enferma, te
quita el dinero y también la paz, me decían. Yo te seguía adorando, me
proyectaba en ti, no funcionaba sin ti, no respiraba sin ti. Despertaba
contigo, tomábamos el café y hasta descuidé el trabajo, al escaparme
entre cliente y cliente para un rapidín contigo flaco, como si ignorara
que en la noche el fuego se encendería en la cama, una y otra vez. Trío
con la botella de turno y aquella habitación cada vez más desordenada.
Varias veces te pillé mordiendo otros labios, unos muy jóvenes, otros
algo vejestorios. Confieso que el miedo se salió por mis cuernos cuando
te vi con esa flaca huesuda y ojerosa del hospital, seguramente la
conquistaste sin gran esfuerzo y aunque no tenía ni media curva, también
cayó redonda la condenada. Más veneno que antídoto para mis angustias y
siempre te perdoné, porque a nadie le urgías tanto como a mí.
Pero este mal no será el único que dure
más de un siglo. La gota que derramó el vaso cayó justamente en víspera
de Navidad cuando sin un ápice de culpa, cínicamente y como pago a mi
excesiva fidelidad, arruinaste todo después de la cena. Solamente así,
con mi corazón deshecho masivamente y un dolor tan intenso que me
impedía respirar, consideré nuestra separación. Falté treinta y un veces
a mi promesa de fin de año: alejarme de ti. Es primero de febrero y la
despedida ahora sí es definitiva. Te dejé ir, o mejor dicho, te eché (no
sin antes romperte la madre) al pipote. Ése es tu lugar porquería. El
infarto, será lo último que te aguante flaco, porque aunque me esté
muriendo de ganas, desde hoy no fumo más.
La gorda.
Autor: Karen Zambrano – Cabudare, Estado Lara.
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